Es este un
cuento de perros, un drama menor de la vida cotidiana. Sucedió hace muchos
años, en una de esas carreras de larga distancia de los sábados con un
recorrido de casi treinta kilómetros por “el Camp del Túria”, por las
pedregosas veredas del meandro que curva el río entre campos de naranjos y
cañaverales, de Riba Roja a Vilamarxant.
De improviso, advertimos que a escasos metros
nos seguía un perro, un perrazo de largo pelo amarillo y sucio; a pesar de su
tamaño, de sus patazas, de la poderosa dentadura –de la que colgaba una
babeante lengua rosada-, comprendimos que aún era un cachorro desgarbado y feo
como un adolescente. Cuando paramos a beber, deba brincos de contento. Era un
torbellino de lanas con rabo, un descarado; bebía de nuestras manos hasta el
agua con electrolitos. Al observarlo de cerca, sorprendí un raído y mugriento
collar, con una vieja chapa de vacunación contra la rabia. Sus orejas eran un
nido de garrapatas y su cuerpo un costillar; pero en sus ojos brillaba más el
deseo de cariño que el de la comida. Era tan cariñoso y tan dócil que a mitad
de carrera se había transformado en la mascota del grupo.
Sería uno más
de los perros de esa manada dispersa, abandonada y errante que han formado amos
crueles que los compran al inicio del verano, para que alegren a los niños con
sus cabriolas en el jardín, y que luego los abandonan a su suerte –mala casi
siempre-; cuando tienen que regresar a Valencia. Gente sin sentimiento, incapaz
de soportar las meadas en los muebles, los ladridos a destiempo, los gastos del
veterinario o el paso a perro adulto del gracioso cachorrillo.
“Pelut” (así
había sido bautizado por el grupo) continuó con nosotros, pero no rezagado,
sino zascandileando entre las piernas, trastabillándonos a todos. Llegó hasta
el final, con las pezuñas sangrando pero feliz con sus nuevos amigos.
Nosotros
teníamos el reconfortante hábito de rematar esos largos recorridos con un
tremendo almuerzo, que rompe con todas las reglas de la dieta maratoniana y
como en el bar no admitían la entrada de perros, almorzamos al sol en la
terraza. “Pelut” se quedó de invitado, despanzurrado a nuestros pies, rosigándonos
las zapatillas, y comió una ración igual a la nuestra, salvo el café y la
cerveza. Cuando nos marchamos, alguien le puso al cuello una cinta verde del
pelo, y allí se quedó removiendo el polvo del camino con su peludo rabo,
resignado de nuevo al triste destino del abandono, ladrándonos enfadado cuando
partíamos en los coches hacia Valencia.
Creí que ya
nunca lo volvería a ver, pero ya les he dicho que esta era una triste historia.
Días después, corría de nuevo por aquellos caminos, cuando vi en el arcén el
cuerpo sin vida de un perro. La terrible sospecha de que fuera “Pelut” me
acongojó el alma: y allí estaba hinchado como una bota, lleno de moscas, con la
cinta verde al cuello y los ojos vidriados buscando aún un nuevo amo que
festejara sus gracias. No tenía ni una herida; de un golpe debió matarle un
automóvil. Di por terminada la carrera, y regresé a mi casa a por una pala y un
azadón (Parecía Simón el enterrador) y volví junto al cadáver de “Pelut” y lo enterré en un pinar cercano, junto a
unos arbustos de romero. Donde tendrá flores todas las primaveras.
Toni Lastra
lastima que ninguno pensara en avisar a una protectora,quizas su destino habria canviado
ResponderEliminarMe dan lastima los perros, pero más lastima me dan esos ingratos que no saben valorar el amor sin igual que les brindan los animales.Lo dicho lastima. Paqui
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