Quizás
los psiquiatras tengan respuestas conformes para explicar cuáles son las causas
que llevan a personas razonablemente normales a cambiar su forma de vida, sus
creencias y actitudes, que fueron la norma y sentido de su proceder. ¿Qué
intervención divina o terrenal les lleva a abandonar lo que hasta han vivido
ese momento de lo que podríamos llamar revelación por un nuevo camino que no
conocen ni al cual parecían estar predestinados?
Al llegar
a los cuarenta y tantos años no estaba muy satisfecho de mi vida; había
conseguido metas, tenía una familia feliz y unos ingresos de acuerdo al nivel
de los gastos. Ni era pobre ni era rico, era el prototipo ideal para definir a
un hombre corriente. Mis días eran absolutamente, uno tras otro, iguales,
repletos de mediocre felicidad y monotonía.
Voy a
remitirles a ustedes a la revelación que supuso para mí la película Running. Tras verla, mi vida, quizás influido
por la historia del corredor de maratón fracasado, recibió el estímulo que en
mi subconsciente esperaba esa revelación, y todos conocen lo que vino a
continuación. Fue el destino, la casualidad o que lo que tiene que suceder,
sucede fatalmente. No había corrido jamás, ni para tomar el tranvía o el
autobús. Solo faltó que, como Saulo en el Camino de Damasco, oyera una voz
celestial que me dijera: “Toni, ¿que estás haciendo con tu vida?”
Poco a
poco, la carrera diaria, que seguía fielmente con la promesa que me hice a mí
mismo de llegar a ser el mejor corredor posible, dejó de ser una disciplina
para convertirse en la mejor hora del día y, en un tiempo sorprendentemente
corto, me convertí en un buen corredor, distinguido en mi categoría, pero no
solo en el aspecto físico me sentí grácil y resistente, tambien lúcido en las
conversaciones y en los artículos que escribía con ansias nuevas. Mejoré el
aspecto, lejos de aquel de gordito feliz (adelgacé 12 kg.) que se agotaba al
subir las escaleras… Llevaba dos años corriendo y los paisajes urbanos por
donde corría me parecían hermosas avenidas y la gente con la que me cruzaba se
me antojaba amable y gentil. ¿En qué extraño planeta del universo había
desembarcado mi alma inmortal?

Corría en
la Calderona los miércoles, de madrugada y en solitario. A mi mujer le decía
que íbamos un grupo, muchas veces pensé que un tropezón podría haber dado con
mis huesos en un barranco y habría muerto allí por la tardanza en encontrarme.
A pesar de que el recorrido era de unos quince kilómetros, comenzaba de noche
cerrada y a veces regresaba al punto de partida con las primeras luces del día,
pero en esas horas más oscuras, y al no haber polución lumínica, se podía
contemplar el cielo de innumerables luces adornado y aun mejor el camino con
total seguridad; una linterna plana sujeta al pecho con una banda elástica
ayudaba lo suficiente para correr con cierta comodidad al tiempo que rebajaba mi
ritmo.
El
silencio era sobrecogedor, tan solo roto por los lejanos ecos de los perros de
los hortelanos. Era como correr en el paraíso y, cuando estaba por llegar el
aire puro de Levante, la brisa ya había disipado las últimas tinieblas de la
noche en singular contienda con unos amaneceres gloriosos. Amaba la Calderona y
era tal el embrujo que sobre mí ejercía, que aquel descreído, aquel espermatozoide
ácrata, aquel apátrida, ya había encontrado la suya, esa montaña mágica y en
general, el Camp de Turia hizo por mí más que los himnos y banderas y arengas
políticas.
Pero el
gran prodigio estaba por aparecer. Combinaba estas alboradas de los miércoles
en la Calderona con El Saler, aunque yo prefería la montaña y la sigo
prefiriendo, como José Martí, el padre de la patria cubana, escribió en uno de
sus Versos sencillos: “Con los pobres de la tierra / Quiero yo mi suerte
echar: / El arroyo de la sierra / Me complace más que el mar”. El Saler tenía
un gran atractivo y los miércoles que andaba corto de tiempo terminaba
corriendo por aquella terraza corrida, paralela al mar, convertida en paseo
marítimo (demolida hace años) que tan bien conocía. Nunca llegué a pensar que
aquel día iba a vivir la experiencia más sobrenatural, esotérica de toda mi
vida.
Sucedió
en la primavera de 1983 o quizás de 1984. Dejé el coche en Casa Patilla, como
siempre hacía, junto a otros en la carretera de El Saler, escondí las llaves
debajo de las ruedas y comencé a correr por la carretera que enfrente de los
edificios del pueblo salía hacia la playa y los primeros barracones de los
restaurantes donde nacía el paseo marítimo que no era otra cosa que la
techumbre de los barracones con una baranda provisional. Aquel era el kilómetro
cero desde donde comenzaba mi recorrido habitual; lo seguía hasta finalizar el
paseo y después por la carretera que llevaba al Hotel Sidi llegaba hasta el lago
artificial y regreso; cuando el mar estaba en calma solía bajar hasta la playa
sorteando las olas postreras en los arenales. Las luces del amanecer
difuminaban de rojo y malva un horizonte aún no apercibido y el manso ruido de
las olas de un mar en calma dejando sus espumas en las arenas con su eterno ir
y venir, más que un ruido, era el silencio del ruido.
Me sentía
tan ligero, casi ingrávido, que pensé: qué lástima no pillar un día así para el
maratón. Y continué corriendo libre como un animal cimarrón, exultante de alegría.
De improviso comencé a sudar profusamente, como si estuviera en una sauna y el
paisaje comenzaba a tornar su tono gris en un abigarrado lumínico. Presentí de
inmediato que algo sobrenatural estaba pasando. El cielo adquirió un marcado
color cárdeno y el mar reverberaba como estaño hirviendo en una marmita y los
pinares adquirieron la forma y color de una pintura naïf. Observaba
aquel prodigio consternado cuando me pareció escuchar quedadamente el sonido de
unas pisadas tras de mí, que cada vez eran más audibles, tanto que ya las tenía
encima y el perseguidor estaba a punto de rebasarme. Pero no sucedió así, se
colocó a mi izquierda y sin pasarme repetía idénticamente cualquier movimiento
que yo hacía; no me atrevía a girar la mirada hacia su cara pues presentía o
más bien temía que podía suceder algo terrible, pero la curiosidad iba a ser
más fuerte que el temor y de soslayo miré a aquel alienígena y aunque no le vi
la cara, lo poco que acerté a ver me llenó de espanto, aquel fantasma o lo que
fuera iba vestido exactamente igual que yo, las mismas zapatillas, la misma
camiseta, era como si estuviera corriendo al lado de un espejo, y tomé la
decisión de llevar a aquel espectro pegado a mí de por vida, como un hermano
siamés, o echarle valor y mirarlo a la cara directamente y me decidí por esto
último, giré mi cara a la izquierda, lógicamente pensaba que si repetía mis
movimientos él también lo haría y por tanto no vería su cara, pero no fue así, él
giró su cara hacía mí. ¡Era yo!, y por su rostro impávido cruzó el leve
espectro de una mueca que parecía decirme: “No pasa nada, esto es normal”.
Y, de
repente, como obedeciendo a algún click misterioso de algún poder omnímodo, se
apagaron las luces y El Saler recobró sus colores y su dimensión normal y yo
abatido en medio de la soledad, abrumado y temeroso, pensé que estaba en mi
cama y que todo había sido un sueño, pero no, estaba realmente en El Saler
empapado de sudor, me palpé la carótida y advertí unas pulsaciones aceleradas
dentro de lo normal. Asustado, di por terminada la carrera y retorné al punto
de partida, saludando a los pocos con quienes me crucé, no fuera que me hubiera
muerto y resultara invisible a los demás, pero todos contestaron a mi saludo.
Estaba muerto, sí, pero de miedo.
Pasaron
varios días y, sin advertir anomalía alguna, decidí no contárselo a nadie.
¿Para qué? Nadie se lo iba a creer. Y aunque lo hubiera hecho, cómo contar lo
que ni yo mismo comprendía. Pensé en ir a un psiquiatra, pero cómo justificar
el gasto a mi familia, mi presupuesto no llegaba para ello y si lo contaba en
secreto a algún compañero tardaría en saberse hasta que el que decía guardar el
secreto encontrara al primer corredor y empezara a correr el rumor de que Toni
había encontrado un hermano gemelo en El Saler.
Pasaron
algunas semanas y comprobé que aquel extraño suceso no había dejado secuela
alguna, pero cada vez que lo recordaba no podía evitar un estremecimiento. Un
hecho casual iba a dar a la luz pública mi historia secreta. Antonio Postigo
iba a dar una conferencia propiciada por nosotros en el Banco Exterior de
España, cuyo director, Juan Manuel Martín, era amigo nuestro y socio de
Correcaminos. Antonio, con su maestría y gestualidad convincente, tenía
encandilado al auditorio. Cuando llegó el turno de preguntas, un personaje del
público le preguntó a Antonio sobre el problema de las drogas en el deporte, al
que le respondió acertadamente. “Tengo conocimiento de una historia muy
interesante, el caso Kaarlo Maaninka. Maaninka fue un corredor finlandés que
ganó la medalla de plata en los 10 km. y la de bronce en 5 km. en los JJOO de
Moscú en 1980. Cuando terminaron los 10 km. se tumbó sobre la hierba y se
sintió volando sobre el estadio, viéndose a sí mismo tumbado en la hierba.” ¿Qué
extraña alucinación sufrió Maaninka? Hasta ahí era cuanto podía decir Postigo.
El final de la historia me lo contó Antonio hace unos días. Jubilado, ha
elegido el Camp de Turia como lugar de retiro. A mí me ha añadido a su
condición de amigo y maestro, la de vecino.
Después
de aquel suceso, Kaarlo Maaninka ingresó en un convento e hizo pública
confesión, no sé si voluntaria o impuesta por las normas conventuales, de
haberse sometido a hemotransfusión en aquellos juegos. Maaninka ha sido el
único atleta que ha confesado haberlo hecho.
Pero
regresemos a aquel lejano día de la conferencia de Antonio.
Vi de
inmediato la solución a mi alucinación o lo que fuera y hacer público mi
secreto. Si Maaninka se vio volando sobre el estadio y se reconoció a si mismo
allá abajo tumbado sobre la arena, pensé, por qué no pude yo correr con mi
doble. Y decidí contar mi visión con todo detalle al auditorio, solicitando
permiso al conferenciante. La reacción de la gente fue de incredulidad, pero
más de uno se quedó con el ánimo de alargar el tema, a lo cual me opuse. Pero
al insistir uno de ellos, el mismo que le había hecho la pregunta sobre las
drogas, Antonio tomó de nuevo la palabra (estaba deseando soltarlo) y
dirigiéndose a mí me dijo con cierto aire doctoral: “Eso que te pasó a ti solo
sucede cuando se toman drogas alucinógenas”. Pues es posible, porque yo tengo
una adicción al LSD, pero esta adicción es inocua y muy beneficiosa: me refiero
al Long Slow Distance, a la larga distancia lenta, y se dio por terminada la
conferencia.
Al día
siguiente Juan Manuel me envió un sobre con las fotocopias de varias hojas del
libro de Hans Miller Dobles, en el cual contaba hechos muy similares al
que me había ocurrido a mí de personas normales. Contaba el caso de que durante
la Segunda Guerra Mundial, cuando Londres sufría los bombardeos de las temidas
V1 y V2, un piloto volvía a su casa caminando en un barrio que había sido
afectado por el bombardeo, preocupado por si su casa había sido afectada y el
nerviosismo iba en aumento; cuando estaba a punto de llegar le rebasó otro
piloto que caminaba tras él; se quedó perplejo, pues vestía el mismo uniforme, pero
su sorpresa fue mayúscula cuando advirtió que al llegar a su portal sacaba un
llavín y lo introducía en su cerradura, le dio un grito para llamarle la
atención y cuando volvió la cara, asombrado vio que era su propia cara, en ese
mismo momento el portal se derrumbó sepultando a su doble. Acudió presuroso a
los escombros para ver si podía ayudarle, pero no halló ni rastro de él.
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Pero vayamos
al final de este artículo que da nombre a este largo trabajo: Bajo el influjo
del Camp de Túria. Cuando elogio El Camp de Turia no son palabras vanas, y
aunque nací en Valencia, me considero hijo de esta comarca; de hecho cuando
llegó mi familia a lo que hoy es el municipio de l’Eliana no existía como tal. He
pasado aquí, en un chalet de los primeros construidos, sesenta y seis años
vacaciones de verano y Pascua y desde hace tres es donde resido. La comarca
tiene una belleza y una versatilidad del paisaje que recuerda los versos de
Fray Luis de León: “¡Oh campo ¡Oh fuente ¡Oh Río ¡Oh secreto seguro y deleitoso”.
Que de todo tienen los dieciséis municipios de la comarca mía.
No tan
solo de mi pueblo l’Eliana he recibido atenciones y sinceras deferencias, como
poner una fuente a mi nombre, qué mejor regalo para un corredor, o editar el
segundo tomo de La columna de Andrópolis. También de todo el resto de
municipios que formaron las etapas de Las carreras de los Árboles y Castillos,
que creamos José Luis Lorente y yo a imagen y semejanza de la que corrimos en
el País de Gales. De los alcaldes de los pueblos de l’Eliana y Lliria, José
María Angel Batalla y Manuel Izquierdo, valedores de la carrera, de los policías
locales, e igualmente del resto de municipios, de los presidentes de la
Mancomunidad, de Vicente Diago, director del Parc Natural de La Calderona, y de
la bióloga Montse Simarro, que me llevó de la mano a descubrir las escondidas
sendas de las que nada sabía.
¿Como no
querer a esta tierra y a sus gentes? La carrera ya desapareció, son otros
tiempos, pero vuestro recuerdo permanece. Os adeudo tantas cosas.
Toni Lastra