Era sin duda
el mayor corredor que he conocido. De él decían los técnicos, los titulados e
incluso los que ejercen por vocación, que era un corredor blanco con anatomía
de etíope o de keniata. Admirablemente flaco, su índice de grasa corporal y su
capacidad máxima de absorción de oxígeno eran tan sólo comparables a los de las
auténticas figuras del atletismo. Cumplía estrictamente sus programas de
entrenamiento. Comedido en la mesa, no fumaba ni bebía, se acostaba pronto y
solo. Era un joven asceta, con una convicción casi fanática de que había nacido
para correr y de que le esperaba la gloria olímpica. Nada ni nadie que no
perteneciera al mundo de la carrera parecía tener para él la menor importancia.
Parecía, porque, aunque la columna se titula “Enamorarse” (como la película de
Robert de Niro y Meryl Streep), debiera encabezarse más largamente, quizás
“Efectos del amor en los corredores de fondo”.
Comenzó a faltar a los entrenamientos
compartidos y cuando reaparecía era evidente para todos que ya no era el Luís
Alejandro corredor que antes conocíamos. Estaba como enletecido, ausente de los
proyectos e inquietudes atléticas que habían sido el centro de su vida. Al
conversar y mucho más al sostener un diálogo, se quedaba de repente en blanco,
como si su cerebro se hubiese parado, mientras sus ojos, en los que brillara el
fulgor del competidor. Adquirían un sesgo soñoliento y soñador. Nuestro
campeón, la esperanza atlética en que había depositado caducas ilusiones, se
nos había enamorado perdidamente. Lo único que le devolvía a la normalidad de
aquel “estado de transitoria imbecilidad” (como definiera Ortega y Gasset el
enamoramiento) era la mención de las oposiciones a banca que estaba preparando
con más dedicación de la que había concedido a correr en su día, o el nombre de
Lorena, causa de sus pesares y alegrías. Veía la vida a través de su
caleidoscopio brillante y multicolor en que se reflejaba en mil facetas el
rostro de su amada. Para él, como decía Andy Rusell, el amor era maravilloso.
Poco después
dejó de acudir del todo a las carreras y perdimos su rastro. Alguna vez nos
llegaban noticias: había sido destinado fuera de Valencia, se había casado y
era ya apoderado con mando en caja en la sucursal número no sé qué de no sé qué
entidad bancaria.
Había pasado
ya una docena de años cuando por casualidad me crucé un domingo con él en el
cauce del río. No le hubiera conocido jamás. Me gritó para que me detuviera.
Estaba radiante, gordo y feliz. Me presentó a Lorena. De inmediato comprendí
por qué se había enamorado: era una
mujer fascinante. Nada me extrañó que el bueno de Luis Alejandro naufragase en
la inmensidad de sus ojos azules. A su lado, zascandileando, bullían dos niños
hermosos con cara de panquemado.
El mundo del
atletismo perdió a una estrella rutilante, pero la familia, uno de los valores
estables de la sociedad, había ganado un esposo y padre ejemplar. Iba a
despedirme cuando la hermosa Lorena, más como admonición que como pregunta, me
dijo: –¿Y usted, tan mayor, todavía corre?–. Naturalmente salí corriendo, por
si fuera a ejercer conmigo el mismo influjo que con Luis Alejandro.
TONI LASTRA
Marco Garcia
ResponderEliminarBufffffffffff!!!!!!