No sé si es la tersa brisa de marzo,
el verme libre de los trabajos del maratón o como pedía en mi anterior columna,
que la primavera haya querido hacer un milagro en este viejo corredor. Pero
como por ensalmo he retomado la forma, olvidada en el último rincón de mis
recuerdos atléticos, y en lugar de seguir corriendo largo y lento, me he visto
con todos mis años a cuestas, no sé porqué extraño sortilegio, resistiendo con
cierta facilidad el ritmo de 4’ el kilómetro, que era como corría las maratones
hace ya una decena de años. Pero como soy viejo pero no tonto y sé que este
aliento será tan efímero, que cualquier mañana, mientras dure este céfiro de
los dioses, volveré a sentir esta inesperada juventud lo más intensamente
posible.
Corro a diario en el viejo cauce
del Túria siempre con la misma gente y por los mismos caminos. Este grupo, ya
lo he dicho en más de una ocasión, es un congreso de criterios, ideas y
creencias analógicas, que conviven en amistad. Su heterogeneidad va más allá de
las ideas, se da también en la carrera: los hay rápidos, lentos y más lentos.
Cada día, según se despierta mi fisiología, camino del vestuario decido quienes
serán mis compañeros de viaje. Suelo viajar en los últimos vagones de la
caravana. En más de una ocasión, un hombre joven, quizás no llegue a la treintena,
a pesar de correr en dirección contraria a la nuestra e incluso por la otra
ribera del cauce, gira en redondo y nos persigue y rebasa con una cierta
sonrisa de suficiencia y algún que otro comentario quedo jocoso. Parece
causarle mayor complacencia hacérmelo a mí. No tiene el gusto de conocerme, o
quizás los haga porque me conoce. Pero lo ha repetido ya tantas veces, que es
evidente que va a por nosotros.
Pero hace unos días sin
sospecharlo él, y yo aún menos, llegó mi desquite. Era una de esas mañanas que
cito, Me encontraba lúcido y ligero, y decidí fajarme con la gente rápida del
gremio –queríamos bajar de diecinueve minutos la distancia entre el Puente del
9 de Octubre y el Puente del Real.
De repente, detrás nosotros
apareció, desaforadamente, el temible burlón. Corría al borde la congestión,
escupiéndose salivas y espumas sobre su rostro bermellón –era evidente que se
había equivocado de vagón. Ante sus sonoros resoplidos, nos volvimos y un
acuerdo tácito se selló entre nosotros: machacar al burlón. Sacando fuerzas de
donde ya no quedaban, en un postrer impulso llegamos bajo los arcos del Puente
del Real. Miré hacia atrás, extenuado y jadeante, el castigador, de bruces
sobre el césped, arrojaba el desayuno entre angustiosas arcadas.
Será una crueldad, pero nunca
llegué a pensar que ver vomitar a alguien me causara tanta alegría.
Toni Lastra
Toni Lastra
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