Vaya por delante que esta crónica la he realizado en función de mis propias vivencias, sensaciones y experiencias, y aunque he intentado mantener la esencia del grupo y ser objetiva, seguramente cada una de mis compañeras podría añadir, corregir o apuntar algunas de las anotaciones recogidas más adelante y que son igualmente válidas ya que la realidad es un prisma con diferentes caras. Pero allá vamos. Cuando decidimos realizar este viaje ninguna de nosotras tenía en mente seguramente cada uno de los momentos que nos han tocado vivir. Han sido muchos meses planificando, whatasappeando, organizando, consultando e incluso “cansando” a nuestros amigos y familias con un viaje que ha superado con creces a lo que esperábamos de él. 19 días en Nepal. Podría ser el título de una película, pero una película en la que en esta ocasión nosotras íbamos a ser las protagonistas. Cuando nos embarcamos aquél sábado 21 de marzo oliendo todavía a ceniza fallera, nos despedimos de nuestras familias nerviosas y excitadas como si volviéramos a revivir aquellas excursiones que hacíamos en el colegio cuando éramos pequeñas, y sin duda eso fue lo que debieron de pensar todos y cada uno de los viajeros que se cruzaron en nuestro camino por el laberinto de aeropuertos hasta que llegamos a Katmandú. Lo que nos esperaba nada más bajar del avión fue una bofetada de realidad sobre la situación de extrema pobreza a la que se enfrentan cada día millones de personas, y de la que permanecemos cómodamente aislados en nuestro primer mundo. Katmandú es una ciudad caótica, sucia y ruidosa a primera vista, y que se transforma en mágica y especial gracias a la eterna sonrisa y la amabilidad de sus habitantes. Esos dos primeros días en Nepal fueron de acoplamiento, de primer contacto con un país prácticamente desconocido para todas, excepto para Dominique, que fue nuestra sherpa particular. Conocimos la arriesgada aventura de montarnos en los taxi nepalíes con un sistema de regulación del tráfico basado en la ley, o del más fuerte, o del más sagrado (la vaca); compartimos paseo y oración con los creyentes alrededor de las Estupas; nos atiborramos de momos y lassis y aplacamos el fuego de sus especies catando todas las cervezas locales; asistimos sobrecogidas a la ceremonia de cremación y corrimos despavoridas escapando de los monos. Aunque sin duda y como decía Luisa, lo mejor estaba por llegar.
Antes de coger un avión para Pokhara (con Yeti Airlines, toda una declaración de intenciones) nos encontramos con un piloto de helicópteros español. Si hubiéramos visto al Yeti en persona posiblemente no nos habría hecho tanta ilusión como encontrarnos con un compatriota por aquellos lares.
Llegar a Pokhara fue como si aterrizáramos en Ibiza en pleno agosto. Es una ciudad con un encanto especial en la que han recalado jóvenes de medio mundo eclipsados por la cultura asiática. Aquí ya empezamos a rozar el riesgo, sobre todo Mariló y Mar que se atrevieron a tirarse en parapente. Me quedo con la cara de emoción cuando volvieron y que expresaba mejor que ninguna explicación todo lo que había supuesto esa experiencia para ellas.
Después de un briefing con las 3 Sisters y de conocer a nuestras porteadoras y sherpa, estábamos listas para iniciar una de las partes más importantes de nuestro viaje: un trek de 8 días que nos llevaría hasta el Mardi Himal.
Desde aquel primer escalón que dimos en Pokhara y con el que comenzaba nuestro trek todo fue un camino que fue más allá de la mera actividad deportiva. Cada una de las etapas fue a cada cual más intensa, y según ascendíamos creíamos que ya no podíamos depararnos nada más que la anterior, pero nos equivocábamos.
Las condiciones eran duras, muy duras, incluso para aquellas que estaban acostumbradas a la montaña. Los ascensos eran progresivos por lo que no sufrimos el “mal de altura” y los síntomas se limitaron a alguna fatiga a la hora de respirar pasados los 3.900 metros, en parte gracias a la ayuda de nuestras porteadoras y de una sherpa excepcional, Shanti Rai, la única mujer nepalí que ha ascendido a los 7.000 metros. Convivir estos 8 días con estas 8 mujeres ha sido especial, hemos conocido sus costumbres, tradiciones y forma de vida, muy diferentes a la nuestra, y también sus problemas y dificultades que son parecidos a los nuestros y al del resto de mujeres del mundo en el que queda mucho por hacer hasta conseguir la plena igualdad de derechos entre ambos géneros.
Según ascendíamos las condiciones eran más complicadas: los refugios perdían comodidades con cada metro que subíamos, se eliminaba la posibilidad de ducharnos, los baños dejaban de existir, la leña se racionaba y cada vez teníamos más frío, las camas eran simple tablas.... hasta el día que llegamos al High Camp a 3.800 metros de altura. Ese día vivimos los dos extremos. Por un lado, la dureza de no poder encender un fuego en el que nos arremolinábamos 15 mujeres más que unas horas porque la leña escaseaba. Y por otro lado, fue al menos para mí, uno de los mejores momentos del viaje y os explicaré el porqué.
Cuando habíamos terminado de cenar aquella noche salimos fuera de nuestro refugio y pudimos asistir a uno de los espectáculos más increíbles que haya visto nunca. Dicen que cuanto uno más viaja más se reduce su capacidad de asombro, y reconozco que en parte estaba teniendo esa sensación en este viaje, hasta que llegó ese momento. Nuestro refugio estaba rodeado por nubes en sus 360 grados y sólo se erigía por delante nuestro el pico del Annapurnas South, todo bajo el más increíble cielo estrellado que haya visto nunca. Ver cómo estábamos por encima de las nubes es una sensación única que compensa todo el viaje, querer tocar ese manto de algodón que se despliega a tus pies, casi rozar el imponente pico de la montaña nevado y el reflejo del brillo de millones de estrellas es algo que quedará para siempre grabado en nuestras retinas porque ninguna cámara ni móvil pudo recoger esa enorme belleza.
Con esa sensación de estar durmiendo por encima de las nubes nos fuimos a la cama y encaramos el ascenso al día siguiente al que sería el punto más alto de nuestro trek.
Algunas nos quedamos en los 4.100 ya que las condiciones metereológicas no eran buenas, mientras que Dominique, Mar y Mariló ascendieron hasta los 4.300m.
A partir de ese momento encaramos el descenso, y cuando creíamos que ya estaba todo hecho nos topamos con la lluvia, pero no una lluvia fina como el rocío, sino que vivimos y sentimos el monzón con toda su virulencia y comprobamos lo complicado y arriesgado de realizar un descenso en esas condiciones. Todas contábamos con el barro, los resbalones, la humedad... pero descubrimos que a pesar de todo, ese no iba a ser nuestro principal quebradero de cabeza, lo que nos empezó a quitar el sueño fueron las sanguijuelas. Nos devoraron vivas (literal), nos sacaron más sangre que si hubiéramos ido a donar y comprobamos con un pequeño gusano negro y gelatinoso tiene una enorme capacidad de succión.
El último día del trek tuvimos la suerte de que el lugar donde nos quedábamos a dormir era propiedad de una familia, los cuales nos ofrecieron toda su hospitalidad: cocinamos Dal Btha con ellos sentados en el suelo, bebimos el vino que ellos mismos elaboran (equiparable en graduación al alcohol para desinfectar), nos obsequiaron con collares de flores y nos marcaron con el símbolo rojo en la frente en la ceremonia de bienvenida. En definitiva, comprobamos como aquellos que menos tienen son los que a menudo, más ofrecen. En nuestro camino de descenso vivimos otro momento mágico y fue cuando andando en medio del silencio de las montañas de repente nos interrumpió el sonido de un mensaje que había llegado al móvil de alguna de nosotras. Es indescriptible la sensación que tuvimos de poder retomar el contacto con nuestras familias después de tantos días desconectadas del mundo, y me quedo con la imagen de Amparo con un palo de trek alzado implorando al “Señor Orange” para que nos llegaran más mensajes, y que no sabemos si porque los dioses de aquellas latitudes son más condescendientes pero escucharon sus ruegos, al igual que San Antonio, al cual exprimimos en su faceta gps ya que nos fue muy útil para localizar cosas perdidas en varias ocasiones. Durante la última parte del trek recorrimos pequeñas poblaciones, visitamos una escuela, vimos las caras de alegría de los niños cuando les regalas un globo o una chuchería, atravesamos puentes colgantes, honramos a un chico muerto por un rayo, paseamos por los campos de arroz y de té.... Cuando volvimos a nuestro pequeño oasis llamado Pokhara nos lanzamos a nuestros instintos más occidentales y primarios: el móvil, la ducha, la comida y las compras. Por ese orden y con la misma intensidad desmedida en todos ellos. A partir de ese momento comenzaba otra parte de nuestro viaje. Nos íbamos al Terai, al Parque Nacional de Chitwan a conocer la selva nepalí, y de paso, las carreteras del país. Tardamos casi 6 horas para hacer apenas 150 kilómetros, y aunque íbamos en un buen autobús, no dejamos de sentir en ningún momento del trayecto que nuestras vidas estaban en un peligro constante más que en ninguna otra ocasión anterior. Temeridad es lo menos que se puede decir de unos conductores kamikaces en unas carreteras que ni en las peores pesadillas de un ingeniero de carreteras aparecerían. Resulta curioso pero en los safaris que realizamos, uno de ellos andando, creíamos que esos rinocerontes estaban atados porque es IMPOSIBLE (verdad Paqui???) que esta gente nos traiga a escasos metros de ellos sin ningún tipo de protección. Cuando vimos correr a uno de ellos (por suerte en dirección contraria a la nuestra) entendimos que la percepción del riesgo tanto en la carretera como en la vida cotidiana también es una diferencia cultural. En los días que estuvimos en Suhara vivimos algunos momentos muy especiales: bañarnos con elefantes es sin duda algo único e irrepetible; celebrar el cumpleaños de Mar con cervezas y lassis mientras se pone el sol sentadas en unas hamacas también; meternos en un centro cultural local para asistir a un espectáculo en el que el punto álgido es cuando hombre vestido de pavo real coge una rosa con su pico y despliega sus plumas, es algo que todavía hoy nos lleva a preguntarnos como demonios acabamos en aquél sitio. Tras varios días, retomamos el viaje de vuelta (otra vez en autobús) hasta Katmandú en la que iba a ser la última etapa del viaje. En esos días algunas fueron a Bakthapur mientras que otras se quedaron disfrutando de Thamel, pero a todas nos iba apremiando un sentimiento de querer volver a nuestras casas y con nuestras familias, lo cual fue realidad dos días después tras una escala de una noche en Estambul.
Este viaje ha sido una experiencia que cada una de nosotras habrá vivido de forma diferente. Es difícil recoger en una sola crónica tantos momentos vividos, tantas experiencias, tantas horas de conversaciones y confesiones, también algunos momentos de conflicto, que también los ha habido, pero menos de lo que pensamos si tenemos en cuenta la cantidad de días que hemos convivido y las duras situaciones a las que nos hemos enfrentado.
He intentado recoger algunos de los momentos más destacados del viaje y aunque os dije que uno de los mejores fue cuando dormimos por encima de las nubes en el Mardi Himal, en realidad no he sido del todo sincera.
Lo mejor de este viaje ha sido tener la oportunidad de poder compartirlo con estas 6 mujeres increíbles, 6 mujeres que me han enseñado tanto en estos 19 días, 6 mujeres que me han demostrado que podemos con todo, 6 mujeres que si vienen antes estaban, ahora forma parte de mi vida de una manera mucho más especial.
7 mujeres cada una diferente y única a las que un día nos unió CorrEliana. Posiblemente si no hubiera sido por el club jamás hubiéramos coincidido y hubiéramos podido vivir esta experiencia y otras muchas que el club nos ha deparado, y estoy segura, seguirá haciendo.
Gracias a Mariló, Amparo, Dominique, Paqui, Mar y Luisa por haberme permitido vivir esta experiencia junto a vosotras. Sin duda, vosotras habéis sido lo mejor del viaje. Os quiero.
Amalia López Acera
El último día del trek tuvimos la suerte de que el lugar donde nos quedábamos a dormir era propiedad de una familia, los cuales nos ofrecieron toda su hospitalidad: cocinamos Dal Btha con ellos sentados en el suelo, bebimos el vino que ellos mismos elaboran (equiparable en graduación al alcohol para desinfectar), nos obsequiaron con collares de flores y nos marcaron con el símbolo rojo en la frente en la ceremonia de bienvenida. En definitiva, comprobamos como aquellos que menos tienen son los que a menudo, más ofrecen. En nuestro camino de descenso vivimos otro momento mágico y fue cuando andando en medio del silencio de las montañas de repente nos interrumpió el sonido de un mensaje que había llegado al móvil de alguna de nosotras. Es indescriptible la sensación que tuvimos de poder retomar el contacto con nuestras familias después de tantos días desconectadas del mundo, y me quedo con la imagen de Amparo con un palo de trek alzado implorando al “Señor Orange” para que nos llegaran más mensajes, y que no sabemos si porque los dioses de aquellas latitudes son más condescendientes pero escucharon sus ruegos, al igual que San Antonio, al cual exprimimos en su faceta gps ya que nos fue muy útil para localizar cosas perdidas en varias ocasiones. Durante la última parte del trek recorrimos pequeñas poblaciones, visitamos una escuela, vimos las caras de alegría de los niños cuando les regalas un globo o una chuchería, atravesamos puentes colgantes, honramos a un chico muerto por un rayo, paseamos por los campos de arroz y de té.... Cuando volvimos a nuestro pequeño oasis llamado Pokhara nos lanzamos a nuestros instintos más occidentales y primarios: el móvil, la ducha, la comida y las compras. Por ese orden y con la misma intensidad desmedida en todos ellos. A partir de ese momento comenzaba otra parte de nuestro viaje. Nos íbamos al Terai, al Parque Nacional de Chitwan a conocer la selva nepalí, y de paso, las carreteras del país. Tardamos casi 6 horas para hacer apenas 150 kilómetros, y aunque íbamos en un buen autobús, no dejamos de sentir en ningún momento del trayecto que nuestras vidas estaban en un peligro constante más que en ninguna otra ocasión anterior. Temeridad es lo menos que se puede decir de unos conductores kamikaces en unas carreteras que ni en las peores pesadillas de un ingeniero de carreteras aparecerían. Resulta curioso pero en los safaris que realizamos, uno de ellos andando, creíamos que esos rinocerontes estaban atados porque es IMPOSIBLE (verdad Paqui???) que esta gente nos traiga a escasos metros de ellos sin ningún tipo de protección. Cuando vimos correr a uno de ellos (por suerte en dirección contraria a la nuestra) entendimos que la percepción del riesgo tanto en la carretera como en la vida cotidiana también es una diferencia cultural. En los días que estuvimos en Suhara vivimos algunos momentos muy especiales: bañarnos con elefantes es sin duda algo único e irrepetible; celebrar el cumpleaños de Mar con cervezas y lassis mientras se pone el sol sentadas en unas hamacas también; meternos en un centro cultural local para asistir a un espectáculo en el que el punto álgido es cuando hombre vestido de pavo real coge una rosa con su pico y despliega sus plumas, es algo que todavía hoy nos lleva a preguntarnos como demonios acabamos en aquél sitio. Tras varios días, retomamos el viaje de vuelta (otra vez en autobús) hasta Katmandú en la que iba a ser la última etapa del viaje. En esos días algunas fueron a Bakthapur mientras que otras se quedaron disfrutando de Thamel, pero a todas nos iba apremiando un sentimiento de querer volver a nuestras casas y con nuestras familias, lo cual fue realidad dos días después tras una escala de una noche en Estambul.
Amalia López Acera
Guauuu! Que maravilla de relato!
ResponderEliminarGracias por llevarnos a tan alto.
Un abrazo desde Santiago de Chile, a los pies de la cordillera de Los Andes