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miércoles, 27 de marzo de 2013

LA COLUMNA DE TONI LASTRA. CAP. XXIX: VÓMITOS


No sé si es la tersa brisa de marzo, el verme libre de los trabajos del maratón o como pedía en mi anterior columna, que la primavera haya querido hacer un milagro en este viejo corredor. Pero como por ensalmo he retomado la forma, olvidada en el último rincón de mis recuerdos atléticos, y en lugar de seguir corriendo largo y lento, me he visto con todos mis años a cuestas, no sé porqué extraño sortilegio, resistiendo con cierta facilidad el ritmo de 4’ el kilómetro, que era como corría las maratones hace ya una decena de años. Pero como soy viejo pero no tonto y sé que este aliento será tan efímero, que cualquier mañana, mientras dure este céfiro de los dioses, volveré a sentir esta inesperada juventud lo más intensamente posible.

Corro a diario en el viejo cauce del Túria siempre con la misma gente y por los mismos caminos. Este grupo, ya lo he dicho en más de una ocasión, es un congreso de criterios, ideas y creencias analógicas, que conviven en amistad. Su heterogeneidad va más allá de las ideas, se da también en la carrera: los hay rápidos, lentos y más lentos. Cada día, según se despierta mi fisiología, camino del vestuario decido quienes serán mis compañeros de viaje. Suelo viajar en los últimos vagones de la caravana. En más de una ocasión, un hombre joven, quizás no llegue a la treintena, a pesar de correr en dirección contraria a la nuestra e incluso por la otra ribera del cauce, gira en redondo y nos persigue y rebasa con una cierta sonrisa de suficiencia y algún que otro comentario quedo jocoso. Parece causarle mayor complacencia hacérmelo a mí. No tiene el gusto de conocerme, o quizás los haga porque me conoce. Pero lo ha repetido ya tantas veces, que es evidente que va a por nosotros.

Pero hace unos días sin sospecharlo él, y yo aún menos, llegó mi desquite. Era una de esas mañanas que cito, Me encontraba lúcido y ligero, y decidí fajarme con la gente rápida del gremio –queríamos bajar de diecinueve minutos la distancia entre el Puente del 9 de Octubre y el Puente del Real.
De repente, detrás nosotros apareció, desaforadamente, el temible burlón. Corría al borde la congestión, escupiéndose salivas y espumas sobre su rostro bermellón –era evidente que se había equivocado de vagón. Ante sus sonoros resoplidos, nos volvimos y un acuerdo tácito se selló entre nosotros: machacar al burlón. Sacando fuerzas de donde ya no quedaban, en un postrer impulso llegamos bajo los arcos del Puente del Real. Miré hacia atrás, extenuado y jadeante, el castigador, de bruces sobre el césped, arrojaba el desayuno entre angustiosas arcadas.

Será una crueldad, pero nunca llegué a pensar que ver vomitar a alguien me causara tanta alegría.
Toni Lastra


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